Las libertades no sólo son el fin principal del desarrollo, sino que se encuentran, además, entre sus principales medios. Amartya Sen, Desarrollo y libertad
Por: Yohan Molina*
¡Cuán ingenioso segundo tímido ocultándote disciplinadamente al compás del “tic tac”! Pero camuflarte en la réplica alterna no dirime mis sospechas, sutilmente fortalecidas tras las secuelas del recaudo permanente del fluir de tu acto. Sé que me haces daño, sé que me consumo en tu danza, mas no atisbo mecanismo alguno sea directo u oblicuo de dejarte en evidencia. De hecho, toda recolección de evidencia posible en la inigualable fauna temática de la vida adherida se encuentra a la medida exacta de tu intervalo sin abochornarse por su constancia y, para ser justos, ni siquiera reparamos tu operar silencioso y clandestino en el grueso de nuestras transacciones prácticas ordinarias. El desarrollo científico nos ha influenciado, y posiblemente malacostumbrado, en el pensamiento de que estudiar minúsculos extractos es suficiente para adentrarnos en los secretos más resistentes de una totalidad no revelada, pero cómo intentar eso contigo, segundo, si cuando queremos tomarte como muestra del tiempo nos hundimos en la perplejidad de tu presencia huidiza, pauta cuya timidez no puede traducirse en un arrinconamiento cuando somos contestes de tu universalidad; inexorablemente riges a capite ad calcem toda actividad y línea de ser.
Eres tan actual que haciéndote pasado no podemos saber lo presente. Eres tan pasado que todo intento de pensarte ahora es una infidelidad actual. Y debido a tu agresiva fuga del ahora hacia el antes la sucesión futura parece ser lo único que nos queda. Cierto es que para la tarea de hurgar en la intimidad de Cronos aparentabas ser el candidato ideal, aunque al final según lo visto conservas un vicio fatal: ser presencia entregada a la nada. Tu esencia es una correspondencia entre la nada y el ser, pues, ¿qué es lo que tenemos de un segundo en cuanto es? Al parecer puro presente, dado que lo que fue ya no es y lo que viene aún no es. Sin embargo, intuitivamente pensamos que el segundo no es mera presencia sino un fluir donde está en ciernes lo presente y lo no presente: a la comprensión de su ser le va el no-ser. ¿Debemos admitir entonces que nuestra envergadura cognoscitiva encuentra una de sus fronteras en el tiempo? ¿Desenvuelve un ánimo ingenuo volcarnos a su exposición? ¿Debemos satisfacernos con decir, desde la evidencia del segundo, que es presencia entregada a la nada?
Al menos la respuesta a la primera pregunta luce decididamente negativa, el tiempo no nos pone fronteras sino que nos hace marchar en esferas. No en vano cuando queremos develar su arcana naturaleza sería poco previsible que la marcha reflexiva deje de tropezar con el punto de partida: el yo interior. Convicción palpable en el socorrido recurso agustiniano de afirmar el conocimiento del tiempo hasta la hora amnesiante de la interpelación (Agustín 2010: XI, 14), igualmente rastreable en la obstinada consideración pascaliana sobre la inutilidad e imposibilidad de la definición, pues, “¿Quién podría definirlo? ¿Y por qué intentarlo, puesto que todos los hombres conciben lo que se quiere decir al hablar del tiempo, sin que se lo designe más?” (Pascal 1962: p. 450). El tiempo se ha refrendado consumado escapista al escabullirse continuamente entre los intersticios proposicionales y los suburbios de la creencia para volver impávido a la subjetividad del dominio preconsciente. Así, burla lo ahíncos discursivos y celebra el silencio no sin asegurar expandir su misterio frente a cada esfuerzo de conceptualización insuficiente, con lo que estimula el aumento de nuestra curiosidad, apetito epistémico que contemporáneamente no puede sino aguardar la bienaventurada comunión reflexiva entre física y filosofía en tanto vía privilegiada para afrontar adecuadamente un asunto tan complejo. Dejémosles, entonces, a estudiosos aventurados el oficio de dicha comunión a propósito de teorizar cabalmente sobre el tiempo para volcar nuestra atención hacia otro punto igual o un tanto más apremiante: no el de su conocimiento, sino el de saber qué hemos de hacer con él. Esta cuestión es fundamental, una que propicia el adentramiento en el terreno de la especulación práctica. Y por eso mismo, su abordaje puede llegar a ser tremendamente delicado.
Hilary Putnam, el gran neopragmatista estadounidense recientemente fallecido, nos da importantes pistas sobre el peligro que puede encubrir la justificación de nuestra prácticas, pues aun aceptando que el irracionalismo o el escepticismo normativo son posiciones difícilmente sostenibles cuando se someten a examen, además de carecer de músculo suficiente para evitar la manipulación o la violencia y justificar las prácticas de tolerancia y respeto mutuo —como nos alertaría Popper en La Sociedad abiertas y sus enemigos (Popper 2006: Cap. XXIV, Sec. III)—, para quienes conciben el respeto a la capacidad de elegir por cuenta propia nuestros modos de vida y de pensar críticamente sobre metas, valores, ideas, etc., como datos importantes a ser preservados en cualquier sociedad, el discurso de la objetividad también puede ser peligroso; podría nutrir estratagemas totalitarias contra la sociedad abierta. Por tal razón, sentencia Putnam: “Pero no toda defensa de la objetividad es algo bueno.” (Putnam 1994: p.152). Claro está, un ideal tenido como absolutamente verdadero y, por ende, superior frente a otras creencias o convicciones e inmune a cualquier consideración particular o intento de crítica, difícilmente sirva para contener el arrase de formas de vidas disímiles y la imposición castrante de un pensamiento único. Baste recordar la mancilla humana del Nacionalsocialismo o el ominoso desenvolvimiento de la Unión Soviética, y justo ahora los horrores acaecidos en algunas coordenadas del mundo árabe y oriental, para tener una idea de la clase de riesgo que temía Putnam.
De esta manera, la pregunta sobre cómo utilizar nuestro tiempo en la ejecución del proyecto vital no puede olvidar la existencia del otro quien, como yo, posee razón, intereses e ideales. ¿Por qué deben mis intereses e ideales imponerse sobre los suyos o viceversa? La ausencia de un fundamento irrefutable, sea metafísico o de otra índole, que satisfactoriamente responda esto no elimina nuestros intereses en conflicto ni los ideales diversos. Frente a tal panorama, establecer el marco de trato intersubjetivo, lo que nos debemos los unos a los otros, demandaría un tipo de reflexión práctica distinta a la dirigida al tipo de vida que cada particularidad ha de realizar. Desde una óptica kantiana las cuestiones morales justamente atenderían esta situación. Las restricciones que una forma de vida logre imponer sobre la desmesura de sus deseos, intereses o ideales en favor del espacio del otro según lo mandado por la ley moral, pueden ser entendidas como producto del reconocimiento de intereses y razón en la alteridad, y frente a la ortodoxia más asentada del pensamiento ético-político kantiano, esto no equivale a decir que el planteamiento del Imperativo Categórico, que asimismo está a la base del principio del derecho, proponga gélidas exigencias racionales y universales que se apartan del bien humano propio. Más bien, asume de entrada que cada sujeto es un ente racional tendiente a lograr sus intereses, pero del mismo modo absorbe la innegable situación de que se encuentra con voces ajenas que no necesariamente piensan o desean igual que él, de que no se encuentra solo. El soporte moral expuesto en el principio del derecho kantiano que ordena “[…] obrar externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal” (Kant 1989: p. 40), colapsa lo que se presenta como la usual dicotomía kantiana deber-bienestar porque a la moral, rectora de lo jurídico, le es de suyo el bienestar aunque no por ello presenta una apertura a cláusulas utilitaristas. El Imperativo Categórico ha de imponer una barrera a mis fines cuando aspiren invadir la libertad del otro, pero la forma de este reconocimiento de dirección centrífuga sostiene un requerimiento de orientación centrípeta: impone igualmente una barrera a todo proyecto que intente colonizar mi espacio de desarrollo personal. Como principio práctico no pretende sustraerse del interés subjetivo, más bien lo defiende, solo que esta defensa se concibe de modo extendido porque mantiene presente la existencia de otros individuos racionales con aspiraciones y metas propias: de ahí el énfasis en la universalidad. Con ello, se nos ha de ser visible que el arrojo práctico hacia lo foráneo no puede sustraerse a la custodia íntima si queremos preservar aquel momento de universalidad tan vital para la moralidad porque, como en unas importantes líneas dice Kant, “[…] favorecer la felicidad de otros sacrificando la propia (las verdaderas necesidades) sería una máxima contradictoria en sí misma si la convirtiéramos en ley universal.” (Ibid: p.247).
Más allá de los desafíos críticos y los abundantes registros hermenéuticos posibles sobre el pensamiento práctico del filósofo de Könisberg, o de sus variadas modificaciones, reapropiaciones y revitalizaciones —piénsese en Rawls (2006) o Habermas (1985, 2000) por citar dos casos distinguidos—, me parece que la idea kantiana de la coexistencia o composibilidad de las libertades reporta un valor clave para todo orden social. A este respecto, el recorrido histórico occidental moderno ha dado luz a formas de organización basadas en la protección de los derechos del individuo, el imperio de la ley, la democracia y la división de poderes que ciertamente se arriman a dicho ideal. El respeto debido a la libertad de cada persona frente a posibles amenazas, especialmente frente al propio aparataje estatal que puede devenir en un terrible mal cuando se base, por ejemplo, en una concepción dogmática del bien o en la falsa superioridad de la masa sobre el individuo, ha de destacar como un factor innegociable pero no porque la libertad sea una propiedad en sí misma normativa o un bien intrínseco, sino porque asegurarla permitiría nuestro dominio del tiempo para el alcance de otros fines, fines que en un espacio institucional claro y probo cada uno pueda elegir, plantearse y procurarse según sus aptitudes como agentes autónomos.
El desempeño del tiempo existencial enfrenta a las personas con decisiones acerca del modo de vida que han de llevar y de los medios idóneos para asegurar su materialización. Estas reflexiones selectivas para ser llevadas doctamente ameritan tomar en cuenta nuestra propensión a la variabilidad en el transcurso temporal, puesto que decisiones que resulten irreversibles reportarían un pesado lastre a nuestro ser futuro si el disentimiento autobiográfico ocupa la escena a través de perspectivas, convicciones y deseos distintos a los de nuestro ser pasado. Y de igual manera, no puede abstraerse de la existencia de desempeños vitales alternos, lo que por su cuenta genera deberes de respeto que restringen la actuación propia. Este equilibrio entre florecimiento humano y deber vertebraría lo que entiendo es la configuración idónea de la organización de la sociedad: aquella que permite el máximo desarrollo personal, cultivo crítico y realización imaginativa del individuo pero al interior del orden normativo representado por el marco de libertades composibles; vale decir, una sociedad que mientras resguarda el potencial creativo de todo sujeto cuide el deber de no dañar la dignidad ajena al limitar jurídicamente los excesos de cualquier anhelo particular o ideal social.
Cada uno de nosotros es una obra inacabada, sedienta por nuestros mejores recursos autopoiéticos y enfrentada a la faena sigilosa del reloj. No obstante, registros contemporáneos han descrito grandes multitudes que han gritado para silenciar sus voces, seres que utilizan su libertad para negarla, por así decirlo, al afiliarla voluntariamente a la figura (¿o la bota?) del líder que generalmente se ofrece con tramposas promesas de bienestar y felicidad. Individuos que en vez de apelar conjuntamente a la revisión aguda de sus situaciones y a la confianza de sus aptitudes como agentes para sobreponerse a las dificultades sociales, optan por que otros hagan la tarea a costas del riesgo, no siempre consciente, de debilitar su autonomía. En un ensayo de finales de los ochenta titulado “Entre la libertad y el miedo”, Mario Vargas Llosa luego de expresar el mayor beneplácito por las victorias de Latinoamérica en la asunción del liberalismo democrático, lamenta que esta apertura en el ámbito político no contagiara un cambio de perspectivas en la vida económica que se encontraba espetada por acentuados aires intervencionistas, centralistas y planificadores. Quién iba a decir que pocos años después la tarea liberal pendiente no solo no se cumplió, sino que devino en un reto mucho mayor en mi país, Venezuela, lugar donde se impostó, hay que decirlo: vía la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos, un burdo y peligroso régimen militarista que, cual lobo que quiere parecer oveja, se disfrazó con la disuasiva lana de la bonanza económica petrolera —espejismo que nos arropa como país y que fue advertido hace más de 80 años por Uslar Pietri—, la retórica democrática y los rasgos liberales de una Constitución que constantemente viola para desplegar sin mayor ruido y resistencia su dominio y poderío destructivos sobre todas las esferas de la vida social. A su vez, y con chequera en mano, alimentó el desarrollo de otros proyectos de corte socialista en la región y prolongó la vida de sistemas dictatoriales como el cubano. Hoy en día, el régimen ya no cuenta con el mismo manantial monetario ni imanta la aprobación de la mayoría, y, haciendo gala de su naturaleza lobuna, al estar arrinconado popular, política y moralmente se ha tornado más agresivo, por lo que su estrategia de defensa no evita mostrar cabalmente los colmillos autoritaritos bajo la forma de abundantes presos políticos, violenta represión civil y dominio institucional tan descarado como aberrante. En esta nueva fase su permanencia, a pesar de acudir reiteradamente al discurso fachada de la democracia, la igualdad, la legalidad y los derechos humanos, parece apelar menos a las formas discretas en el uso abusivo del poder para recurrir al miedo que surgiría de restregar a los venezolanos la ilimitación de su manejo.
Los tiempos que corren en la cuna de Miranda y Bolívar son tremendamente lacerantes, pero es cierto que el fin del debilitado régimen no se ve lejos. Y con ello, la restauración fáctica de un sistema que tome en serio la importancia de velar por un orden de libertades. El planteamiento del liberalismo significaría en su sentido más básico la custodia de la apropiación de nuestro tiempo que se vuelve lacerante, justamente, cuando no los quitan, esto es, cuando está presente y cobra su constante, suave y efectiva cuota tanática pero no está dispuesto para el desempeño vital con todo el esplendor de las dotes creativas y racionales que nos definen como seres humanos. Bien apunta Séneca en las Epístolas morales a Lucilio: “Todas las cosas, Lucilio, en realidad nos son extrañas, solo el tiempo es bien nuestro: la Naturaleza nos puso en posición de esta única cosa, fugaz, resbaladiza, de la cual todo aquel que se lo propone puede desposeernos.” (Séneca 2007: Carta I, p. 10) En nuestras manos está evitar o contrarrestar este arrebatamiento en América Latina a través de la lucha por la consolidación y defensa de un orden liberal con instituciones eficientes que no se dobleguen a los designios puntuales de grupos políticos, clases sociales, razas o individuos. Contra una vana comprensión del liberalismo, esto no significa necesariamente rogar por la instauración de parcelas aisladas donde cada quien oídos sordos con su entorno se preocupe solo por sí. Más bien, el aseguramiento de esas libertades es una oportunidad de aprender de puntos de vistas alternos nutridos por sus experiencias respectivas, perspectivas que pueden refrescar el panorama de nuestros propios retos individuales y coadyuvar con aportes inteligentes a las decisiones atenientes al bien común ahí cuando sean necesarias.
La prédica liberal de la coexistencia o composibilidad de las libertades es evangelio temporal, palabra orientada a explotar nuestra riqueza humana en dominio sustancial del tiempo. Potestad que no debe extralimitarse y sustraer el tiempo del otro, ese otro que en tal caso soy yo para otros.
Referencias bibliográficas
Habermas, J., “Ética del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación”, en Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona: Península, 1985, pp. 57-134.
__________ “Del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica”, en Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid: Trotta, 2000, pp. 109-126.
Kant., I., Metafísica de las costumbres, Madrid: Tecnos, 1989.
Llosa, Vargas, M., “Entre la Libertad y el Miedo”, en Skirius, J. (comp.), Ensayo hispanoamericano del siglo XX., México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 550-562.
Pascal, B., “Sobre el espíritu geométrico y sobre el arte de convencer”, en Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Blas Pascal: Número homenaje en el centenario de su muerte, Vol. III, N°12, Julio-Diciembre 1962, pp. 447-463.
Popper, K., La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona: Paidós, 2006.
Putnam, H., “Pragmatism and Moral Objectivity”, en Words and Life, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, pp.151-181.
Rawls, J., Teoría de la justicia, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2006.
San Agustin, Confesiones, Madrid: Gredos, 2010.
Séneca, L. A., “Carta I: Valor del Tiempo”, en Elogio de la ancianidad (Epístolas morales a Lucilio), Barcelona: Ediciones Folio, 2007.
* Yohan Molina Licenciado en Filosofía y profesor de la Universidad Central de Venezuela. El presente ensayo fue galardonado con una Mención Honorífica en el 8vo. Concurso Caminos de la Libertad para Jóvenes, México-2017.
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